En torno a mi cuerpo me había atado bastantes frascos llenos de rocío, sobre los cuales el Sol proyectaba tan ardientemente sus rayos que su calor, que los atraía como hace con las más grandes nubes, me levantó a tan grande altura, que por fin llegué a encontrarme por encima de la primera región. Pero como esa atracción me elevaba demasiado rápidamente, y como en vez de aproximarme a la Luna, como era mi deseo, todavía me parecía estar más
lejos de ella que al principio, fui rompiendo algunos de mis frascos hasta que observé que mi peso sobrepujaba la atracción del calor e iba descendiendo sobre
la tierra.
No fue falsa mi opinión, puesto que en aquélla me encontré poco tiempo después. Teniendo en cuenta la hora que había salido, ya debía estar mediada la noche. Sin embargo, vi que el Sol estaba en lo más alto del horizonte, y que era mediodía. A vosotros dejo el pensar cuál no sería mi asombro: y fue tan fácil este asombro mío, que no sabiendo yo a qué atribuir este milagro, tuve la insolencia de imaginar que, como premio a mi atrevimiento, Dios, por una vez más, había detenido el curso del Sol a fin de alumbrar una empresa tan generosa.
Todavía acreció mi atrevimiento el no conocer el país donde me encontraba, puesto que, según yo creía, habiendo ascendido derechamente debiera haber descendido al sitio mismo de mi partida. Y tal como estaba equipado encaminé mis pasos hacia una especie de choza en la que apercibí humo; y ya estaba de ella a un trecho de pistola cuando me vi rodeado por una cantidad numerosa de hombres completamente desnudos.
Mucho parecieron espantarse de mi presencia, pues, a lo que yo creo, era yo el primer hombre que ellos viesen vestido de botellas. Y para alterar todavía más todos los pensamientos que ellos pudiesen tener acerca de este hábito mío, todavía estaba el ver que al andar apenas sí tocaba yo en el suelo; tampoco imaginaban ellos que a la menor inclinación que yo diese a mi cuerpo el ardor de los rayos del Sol me levantaría con mi rocío y que, aunque ya mis frascos no eran muchos, probablemente ante su vista me hubiesen levantado por el aire. Quise yo abordarles; pero como si
su temor les hubiese cambiado en pájaros, vi cómo en un instante se perdían por la próxima selva. Aun pude coger a uno cuyas piernas sin duda le habían traicionado el corazón. A éste le pregunté (con bastante esfuerzo porque estaba yo lleno de ahogo) cuánto había desde allí hasta París, cómo y desde cuándo iba la gente en Francia desnuda de aquel modo y por qué huían ellos de mí con tanto espanto.
Este hombre, con el cuál yo hablaba, era un anciano aceitunado que muy temeroso se hincó en seguida de hinojos ante mí y juntando las manos hacia lo alto por detrás de su cabeza quedó con la boca abierta y cerró los ojos.
Largo tiempo estuvo murmurando entre dientes sin que yo pudiese entender nada de lo que decía; así que di en pensar que su lenguaje era tan sólo el ceceo quijarroso de un mudo.

Viaje a la Luna– Hercule Savinien Cyrano de Bergerac (1619-1655)

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